El Susto

El Susto




Se levantaban a las 2:30 de la madrugada para llevar el ganado a pastar; a las 4:00 en punto, mi bisabuela tenía que tener el desayuno listo para que uno de los muchachos de la casa se los llevara al campo.



Mi bisabuela era una mujer pequeña pero con temple de acero, con una trenza larga de color blanco que adornaba su espalda como la cola de un pájaro que nunca se queda quieto, a pesar de su contextura delgada tenía unas anchas caderas producto de haber parido quince hijos. Con sus ojos avispados, se le notaba, a pesar de su sencillez, una inteligencia que pocos tenían, esa inteligencia que algunos llaman sentido común, pero que no es el más común de los sentidos, y si éste le fallaba, siempre tenía en su hombro una faja que perteneció a su padre; con una hebilla de metal que medía veinte centímetros de largo y un poco menos de ancho y que pesaba como un pecado capital, la cual no tenia reparo en usar si ella consideraba que era absolutamente necesario su uso indiscriminado contra cualquier ser vivo, ya fuera gatos, perros, niños y adultos de cualquier sexo y edad. Pues así era, como militar en batalla, siempre lista.



Ella, a pesar de no cargar con un reloj, siempre tenía los desayunos con café calientito a las 3:55 de la mañana, ni un minuto más ni un minuto menos, para que no se enfriaran en el trayecto de dos kilómetros a pie desde la casa.



−¡¡¡Eladio!!!− llamaba, −ya está listo el desayuno. ¡Vete ya!



Eladio venía con su caminar apresurado porque ya había sentido la faja de mi bisabuela en su espalda; además, todas las lunas llenas le recordaban más aun sus cicatrices, ya que el dolor de las heridas y los golpes del pasado se agudizaban en esas épocas, no quería llegar tarde porque sabía que la abuela no iba a dudar en darle con esa faja de hebilla de metal enorme, que cuando la agarraba no tenía el reparo de cogerla por el cuero y pegarle flagelándolo sin remordimiento alguno.



¡Mejor de pedazos al cielo que entero al infierno!, sí.., eso decía mi abuela.

− ¿Eso es todo mamá? – repetía Eladio todos los días como canción de gallo madrugador, dirigiéndose hacia la puerta.



La abuela siguió en sus quehaceres cotidianos y por un momento hasta se olvidó de Eladio; estaba barriendo la entrada, ya que le encantaba sentir la soledad de la madrugada, disfrutando del frío y de las pocas estrellas que se notaban en el cielo gracias al brillo que despide la luna antes del amanecer, cuando de pronto, como a los quince minutos de haberse ido, volvió Eladio con una cara de espanto, como si hubiera visto la misma muerte. Entró temblando, sin poder hablar, su cara blanca, sus ojos desorbitados y su piel de gallina, dejaban entredicho su miedo, el terror a lo desconocido, ese miedo que se apodera de todos tus sentidos, ese miedo que solo el poder del espanto te lo puede dar.



Mi bisabuela lo acosó con preguntas sin respuestas hasta que le dio una cachetada para que volviera en sí. Sus ojos se querían salir de las cavidades; desorbitados, se movían de un lado a otro totalmente descontrolados, hasta que finalmente la cachetada surgió el efecto esperado y sacándolo del espasmódico pánico en el que estaba, dijo con su voz quebrada y temblorosa:

− ¡Hay un susto afuera en el camino, mamá! ¡Me perseguía para quitarme el desayuno!



Claro que el miedo había jugado un papel importante y esa gota de pánico alteró un poco las circunstancias verdaderas del fantasma…de ese maquiavélico demonio roba desayunos.



Mi bisabuela lo quería estrangular con la mirada; no creía en nadie ni en nada. Siempre decía: - “A mí no me asusta nada porque ya todo lo he visto y vivido” - . Y sin más preguntas, de un grito llamó a uno de los peones y le dijo que fuera él a llevar el desayuno porque este mocoso era un cobarde, ya que los muertos no se levantaban a robar desayunos.



El peón, que iba más asustado que Eladio mismo, salió de la casa sin reproche, porque sabía lo que le esperaba si se negaba a ir. En este caso, prefería enfrentarse al demonio que a mi abuela con esa faja maldita que ya había dejado huella en su agotado cuerpo.



El peón tenía tanto miedo que orinó dos veces en los escasos doscientos metros que caminó. No podía mover su cuerpo, estaba tan asustado que no avanzaba nada. Mi bisabuela le gritaba de todo y las múltiples amenazas lo mantenían en movimiento, hasta que por fin lo perdió de vista.



Ella, que era una mujer que no confiaba en nada ni nadie, se quedó en el corredor sentada en su mecedora esperando a ver qué pasaba. El suspenso la estaba matando, su ansiedad no la dejaba quieta y esa mecedora parecía que iba a dejar un surco en la madera del piso de tanto menearse. Con su mirada fija en el camino esperaba acariciando el metal de la faja, con el mismo movimiento repetitivo, ida en sus pensamientos. Cualquiera que la hubiera visto, hubiera jurado que había entrado en una fase de demencia incurable.



Pero de pronto, como un trueno sin aviso y cortando el aire pacífico de la madrugada, se escuchó a lo lejos unos gritos de terror, de esos que te dejan frío. Esos gritos de alma en pena, horribles,… de susto. Era el peón que gritaba de pavor entre alaridos: −¡¡¡El muerto, el muerto, me persigue!!!-



Llegó a la entrada y con sus ojos abiertos y llenos de lágrimas dejó el desayuno en los pies de la abuela y así como apareció desapareció, gritando despavorido por la finca.



Mi bisabuela, más enojada que asustada, comenzó a vociferar unas blasfemias y entre malas palabras dijo: − ¿Cómo es posible que vaya a tener que ir yo, desgraciados muchachos? ¡Si no hay un muerto de verdad, los muertos van a ser ustedes dos! - Y como acto inconsciente acariciaba su faja.



Tomó el desayuno y salió tan enojada que parecía que tenía espuma en la boca; bueno, eso dijo alguien que observaba, que ella tenía la boca llena de espuma. Pero bueno, tiró la mecedora a un lado y con el desayuno en mano más frío que caliente, se dirigió hacia el camino donde estaba el susto.



Al principio comenzó a caminar muy enojada, repitiendo que ya era tardísimo, que se había atrasado toda por culpa de esos estúpidos muchachos, que no saben nada… Y así siguió, entre maldiciones y blasfemias, hasta que fue disminuyendo el paso y la rabia; se puso más sigilosa, por si acaso de verdad había un muerto “roba desayunos”.



El camino era oscuro, con piedras que no dejaban acelerar mucho el paso. Iba despacio, viendo la calle, según ella, para no caerse, pero todos sabían que también tenía un poco de miedo, aunque lo negara.



Siguió por el sendero, siempre alerta pero metida en sus cavilaciones hasta el punto que se le olvidó el susto y solo pensaba en esos muchachos del demonio; caminó despacio viendo hacia el piso, pero en el momento que más estaba metida en sus pensamientos, imaginando todo lo malo que le iba a hacer a estos muchachos, levantó la vista y le pareció ver algo: algo que se movía… algo flotaba… algo blanco… algo raro… ¡¡¡sí!!!… algo como un alma en pena. Era una luz que tenía forma humana. Se le heló el espinazo, abrió la boca tanto que por poco se le cae la chapa de dientes postizos. Su mente se puso en blanco por un momento, el viento se detuvo, todo se paralizó, no se escuchaban los pájaros del amanecer, solo podía percatarse de su propia respiración, fuerte y profunda. ¡Bocanadas de muerte! Pero la señora, a pesar de eso, no se detuvo porque no podía, algo la impulsaba, algo que ella no podía saber.



Tragó fuerte el poco de saliva que le quedaba en su boca reseca, respiró profundo para volver en sí, y… ¿de dónde?... no se sabe. pero sacó valor; ese mismo valor que la había salvado tantas veces en esa tierra de contrastes, cuando gritó: − ¡Que me quite el desayuno en mi cara, para ver si se atreve este infeliz!

Siguió caminando lento, temblorosa pero firme en su propósito: salvar el desayuno de su esposo.



Llegó tan cerca que podía casi tocar esa alma roba desayunos. Cuando abrió muy bien sus ojos y al darse cuenta de qué se trataba, de pura rabia casi se vomita: la luz de la luna iluminaba todo con una sombra gris, que a la vez, dejaba la imaginación inquieta. Y cuando nuestro ojo ve algo distorsionado por el miedo podemos imaginar cualquier cosa… hasta el viento, acariciando con gracia una mata de plátano inocente,… que parece un fantasma roba desayunos.



− ¡Malditos muchachos!− ¡todavía grita! Acariciando inconscientemente su inseparable, pero maquiavélica amiga…La faja.