Los Cien Colones

Los Cien Colones




Me di cuenta que había muerto en un accidente de tránsito hasta la mañana siguiente… Murió en lo que más le gustaba, su moto.



Cuando recibí la noticia no lo podía creer y al comprobarlo lloré sin parar. No sé si fue de tristeza o de asombro de ver que la vida a como viene se va, tal vez de miedo, no se.



Fuimos todos al entierro … muy triste. Su familia estaba destrozada y sus amigos lloraban desconsolados.



En el cementerio, al caer la tarde, había una luna llena de las más grandes que he visto alumbrando todo, la misma luna que una vez nos había acompañado en las playas de Guanacaste; allí estaba con su cara redonda y clara como despidiéndolo o recibiéndolo con su luz.



Nos fuimos a descansar. Había sido un día de esos… de lo peor. Muy tristes, muy callados, sin pensamientos, agotador.



Mi esposo decidió hacer una pequeña meditación para ayudarlo en la transición porque su muerte había sido de repente. Yo me fui a dormir; me sentía agotada y abatida.

Como a la media hora llegó mi esposo un poco asustado diciendo: − Él estaba en la sala y quería hablar conmigo. Yo traté de explicarle lo que había pasado... pero no sé si fue mi imaginación por ser todo tan rápido.



Estuve de acuerdo con él y le dije que muy probablemente eso era, que estaba todo muy reciente y que éramos propensos a imaginar cosas.



Sin hablar más del asunto nos dormimos y, como es habitual en mí, me levanté en la madrugada para ir al baño. Yo, entre dormida y despierta, hasta me había olvidado lo que había pasado. Me dirigí hacia el baño con la luz apagada, me senté, dejé la puerta abierta y, mientras esperaba para terminar, sentí que se me heló la piel. Un escalofrío recorrió mi espalda como un hilo de agua fría, cuando vi la figura de un hombre en el pasillo… No hice más que salir corriendo hacia la cama y le dije a mí esposo: − ¡Hay un hombre en la casa! -



Él, que estaba dormido, se levanto como un acto reflejo y creo que todavía dormido, se movía de un lado a otro, no sabía qué hacer. Lo tome del brazo y se lo repetí casi a gritos. Reacciono, prendió las luces y salió con una raqueta de tenis en la mano, que guardaba detrás de la cama, muy despacio por el pasillo. Al cabo de un rato volvió y me dijo: -No era nadie.



Yo le repetía que allí estaba, que yo lo había visto, que no lo había imaginado…me miró y me dijo muy serio y hasta casi en un susurro: - ¿Será nuestro amigo? -



Yo abrí mucho los ojos y me recorrió el mismo escalofrió por el cuerpo y, con un miedo, le dije: -No sé, pero allí había alguien. -



Mi esposo puso la raqueta en su lugar, y se acostó junto a mí, ese día dormimos muy apretados, ni en la luna de miel dormimos tan cerca. ¡Qué miedo..!



Apenas transcurrieron dos días cuando nos percatamos que teníamos un viaje programado para Bocas del Toro, Panamá. Casi no vamos, pero pensándolo bien y para limpiar la cabeza de tanta cosa, nos fuimos hacia allá.



Llegamos a un lugar bello, rodeado de mucha magia. Pasamos la tarde con amigos, recordando un poco y riendo otro poco. Ya en la noche nos fuimos a dormir temprano porque estábamos cansados del viaje, los brazos de Morfeo se apoderaban de mí, tuve uno de los sueños más extraños que recuerde.



Comencé a soñar que mi amigo, mi mamá, mi hermana y yo estábamos sentados en una mesa rectangular cenando y él, como si nada, empezó a hablar del accidente, como contando una historia, diciendo que un niño rubio lo había recibido. Yo, en el sueño, no ponía mucha atención a su relato porque me habían servido un pedazo de carne y como no como carne, tenía un conflicto con eso… Hasta que mi amigo se levantó de la mesa, se dirigió hacia a mí, mirándome y dándome una moneda de cien colones me dijo: − Por favor llámame, pero llámame porque necesito hablar con vos. -



Yo lo volví a ver y le dije, con la moneda en mi mano: −Pero yo no te puedo llamar, no ves que vos sos invisible. Yo ahora te puedo ver pero vos sos invisible para nosotros. -



En mi sueño, yo trataba de explicarle muy acongojada que él no estaba más con nosotros, pero no me atrevía a decirle que había muerto. Cuando terminé de hablar, él me volvió a ver muy serio y, con un gesto de afirmación, se fue por una puerta que había en el lugar. Yo le dije a los que quedaban en la mesa: − ¡Qué lástima!… Se fue y no le dije adiós. -



Me desperté con un miedo espantoso; un miedo que nunca había sentido. Mi cuerpo estaba frío, como sin sangre. Comencé a llorar por esa sensación. Mi marido despertó de un sobresalto y trató de consolarme. Al contarle lo que había soñado, quedó más asustado que yo. Pero, como después del llanto viene la calma, el sueño pronto nos venció; caí en un sueño absolutamente reparador, una profundidad que no había sentido en días.



Así pasaron los días. Volvimos del viaje y todo transcurría con normalidad. Un día me encontré con uno de los mejores amigos de mi amigo muerto y le conté del sueño. Él lo escuchó muy atento y, sin ningún comentario, nos despedimos.



Al cabo de dos semanas me topé otra vez con este muchacho y me dijo que tenía que hablar conmigo. Yo, un poco pensativa y sin ningún sobresalto, le empecé a poner atención a lo que se convertiría en algo sumamente asombroso.



− ¿Te acordás del sueño que me contaste? – me preguntó

− Sí− dije. –

− Pues esa misma tarde le conté a la mamá de nuestro amigo, del sueño tuyo, como para que viera que lo teníamos presente… ¡qué se yo!, y cuando terminé con mi relato la observé muy pálida y me dijo que esperara un momento. Llamó a su esposo, a quien le repetí el sueño y al terminar de contarles, el señor, con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada me dijo: − Cuando hay un accidente, al recoger el cuerpo, la misma persona que recoge las pertenencias hace una lista en el lugar del accidente. Esa misma persona es la que entrega a la familia las cosas para que no se pierda nada. Pues bien, cuando llegamos a la delegación para recoger las pertenencias, una señora muy seria nos dijo: − Aquí están las cosas de su hijo, pero aparecieron estos cien colones de la nada. Los apunté al final porque aparecieron después… ¡No estaban a la hora de recoger el cuerpo! -



Me quedé esperando, callada, con los ojos muy abiertos, ya que no entendí bien a qué se refería; él, al ver que yo no comprendía, me repitió muy despacio: - Los cien colones de tu sueño… -