Lo extraño

Lo extraño




En la vida me han pasado cosas muy extrañas, cosas que nunca pude explicar y que nada más vi sin preguntar. Como lo que me sucedió un día… Hasta se me pone la piel de gallina con solo recordarlo.



Fui con un grupo de gente a Talamanca, un lugar donde se encuentra uno de los pocos asentamientos indígenas de Costa Rica. Nuestra intención era conocer al indio que cura, al Chamán más poderoso de todos, de quien se dice que ha curado hasta casos de cáncer. Nosotros fuimos más por curiosidad que por buscar una curación.



Al llegar al pueblito donde emprenderíamos la caminata de dos horas por la selva para llegar donde el Chamán, nos encontramos con una gente que venía en bus desde Colón, Panamá, y se dirigía al mismo lugar que nosotros. En ese grupo había una persona que nos llamó la atención. Era una mujer muy extraña, con apariencia muy diferente a los demás, delgada, tipo anorexia. Sus ojos estaban pintados en su cara de una manera impresionante, grandes y sumergidos, como dos faros poseídos de algo que no supimos. Su cabello era seco como una planta en verano pero negro como la noche.



Empezamos todos la caminata montaña adentro entre un barreal que nos cubría de lodo hasta las rodillas. Caminamos forzosamente, pero muy felices, por la aventura, entre árboles, hormigas bala y muchas cosas más hasta que llegamos a un claro en la montaña.

Desde este punto divisamos a lo lejos una casa de madera muy vieja e inmediatamente supimos que era del Chamán.



Cuando llegamos a la casa notamos que ya estaba allí sentada la señora que les mencioné al principio, sin una gota de sudor o señal de barro en su delgado y cadavérico cuerpo, esperando la comitiva que venía atrás.



Mientras esperábamos en fila india a que el Chamán abriera su pequeño consultorio, observé que se trataba de un cuartillo improvisado con maderas al natural, duras y viejas. Tenía un candado grandísimo, de seguro para que a cualquiera se le quitaran las ganas de intentar entrar.



Estábamos cansados del viaje cuando de pronto, como partiendo con un cuchillo el silencio y la paz de la selva, la señora extraña comenzó a hacerse propaganda. Gritó, o mejor dicho, habló de forma muy alta, repitiendo como canción de mal cantor, que ella era la extranjera, que curaba en Colón y que todo el mundo la conocía. Siguió repitiendo cosas incoherentes, o bueno, al menos yo no le entendía nada. La observaba y me parecía que se transformaba en otra persona, en otra mujer, totalmente diferente a ella. Su voz era más fuerte y enérgica.



Lo más extraño fue que, de pronto, apareció una mujer más en la fila. De momento lo justificamos diciendo que el cansancio no nos había dado tregua para ver y hablar con todos, por eso ninguno de nuestro grupo la había notado introducirse en la fila o subir por la montaña. La extraña mujer siguió hablando sin parar. Creo que nadie la escuchaba. Finalmente llegó el Chamán saludando a todos muy amablemente. Y solo un instante antes de que quitara el candado gigante para abrir la puerta del consultorio, volteó su cabeza lenta y sigilosamente como si hubiera sentido su nombre en el aire. Miró a la mujer a los ojos y, como por arte de magia, en el mismo momento una de ellas ya había desaparecido, solo se encontraba la flaca en la fila. El Chamán siguió como si nada. Abrió la puerta y nos atendió uno a uno.



Cuando llegó mi turno, se me olvidó preguntarle por la o las señoras, al ver su exquisito consultorio lleno de magia, de cuarzos curativos y miles de botellitas muy bien acomodadas. Le pregunté que cómo me veía y cosas así. El me dijo que por la mañana del día siguiente me daría una medicina.



Yo sabía que los chamanes de Talamanca no dormían durante la noche, ya que a esa hora preparaban sus remedios, entre hierbas y cantos mágicos que solo ellos saben, así que me fui tranquila. Pero al salir observé a la mujer, quien esperaba ansiosa su momento.



Después de dos personas más entró ella, la flaca, y no vi por ningún lado a la otra. Solo duró unos momentos con el Chamán y salió muy seria, sin pronunciar palabra alguna.



El curandero terminó con su consulta y cerró su cuartito, como de costumbre, sabiendo todos que no lo veríamos más hasta el día siguiente.



Pasaron dos horas. Estábamos tomando un cafecito y compartiendo experiencias, cuando de pronto vimos a la señora desaparecida reuniéndose con la flaca. Comenzaron a gritar cosas extrañas y a llamar al Chamán, según ellas porque se les había olvidado algo dentro del consultorio, algo muy importante.



Nuestra curiosidad hizo que nos acercáramos a preguntar qué pasaba. Ellas nos dijeron que se les había olvidado su bolso con su dinero dentro y que no tenían cómo devolverse a Colón. Gritaban desesperadas: −¡Abran, abran esa puerta! -



Una de ellas, la que nos parecía la jefa, se quedó muy seria con nosotros afirmando lo que su compañera decía. Repentinamente, la otra comenzó a gritar de la manera más horrible que jamás habíamos oído, entre improperios y maldiciones: −¡César, César, César, abre la puerta! -



Se nos pusieron los pelos de punta, sencillamente nos quedamos helados del susto. Decidimos entonces dormir esa noche todos muy cerquita. Esa o esas mujeres no nos inspiraban confianza alguna.



La noche fue larga. A las cinco de la mañana estábamos todos bien despiertos, ansiosos que el Chamán nos diera nuestros remedios. La mujer estaba de primera en la fila, según ella para recoger su bolso, ya que decía que le podíamos robar sus cosas. Cosa ingrata nos pareció porque ella no nos conocía.



El Chamán llegó muy serio, saludó sin mucho aspaviento y abrió el candado. La mujer, presionando detrás de él, entró por su bolso. Al salir vimos que venían las dos. ¡Casi nos morimos del susto! De la impresión nos volvimos a ver, preguntándonos con los ojos, porque no vimos entrar a la otra. Salieron muy calladas y se sentaron en el zacate, como esperando algo. Nosotros, con la imaginación hecha pedazos por lo que estaba ocurriendo, pensábamos lo peor.



Cuando el Chamán me llamó para darme mi medicina, yo no lo escuché; alguien más me lo dijo. Reaccioné y me metí en su consultorio sentándome en un banquito. Creo que él inmediatamente percibió mi desorientación porque me dijo: − Viste a esa mujer llamando al diablo. -



A mí solo me faltaba eso para desmayarme. Con la voz quebrada pregunté: − ¿Cómo es eso? -



Y el indio me contestó: −Sí, claro, ¿no la oíste? ¿Acaso yo me llamo así? -



Mi boca no se podía cerrar por el asombro. Me quedé sin habla. El me miró diciéndome, muy tranquilo, que no pasaba nada.



Salí buscando ansiosamente, con la mirada un poco perdida, a la mujer o a las mujeres y las encontré todavía sentadas.



Llegó la hora de irnos y yo no les quitaba los ojos de encima. Quería descubrirlas, pero en un abrir y cerrar de ojos, las mujeres desaparecieron. Esta vez, sin embargo, traté de bajar la montaña lo más rápido posible para ver si las veía llegar.

Bajé como piedra ladera abajo. Parecía cabra. Resbalé y me arañé con las piedras del camino. Sudaba sin parar. Solo yo iba de primera; había dejado a todo el mundo atrás, nadie iba delante ni detrás de mí; era solo yo con mi curiosidad angustiosa. Llegué y, para mi asombro, ya ellas estaban ahí, sin una gota de sudor o barro en sus cuerpos.



El resto de la gente llegó al poco rato y vimos cuando el autobús del grupo de Colón venía por ellos. Todos estábamos ahí comentando lo ocurrido, susurrando por si acaso nos oían.



A la hora de partida nos despedimos y nos montamos a los respectivos buses, pero las mujeres desaparecieron por completo. Nadie las vio más, no estaban en el bus ni en el pueblo.



Horas después, durante el viaje de regreso, comentamos a otras personas lo sucedido. No salíamos de nuestro asombro y contábamos lo ocurrido como la mayor aventura jamás tenida.



Estábamos en lo mejor del cuento cuando una persona que estaba en el bus solo escuchando, se metió en la conversación como mosquito perturbador, diciendo con la mayor tranquilidad del mundo: − En la magia negra algunas personas llaman al diablo de esa manera: César. -