La Famosa Vaca

La Famosa Vaca




Se hizo famosa por ser inteligente, por esos ojos de miel de tapa que nos llenaban de dulzura cuando los veíamos, pero nunca habíamos visto ninguna de sus cualidades hasta aquel día.



Vivíamos en una casa de madera que estaba subida en unos pilotes enormes. Abajo había un corral para ordeño, al que le cabían unas quince vacas. Los peones y mi marido trasladaban, muy temprano en la mañana, las vacas para ordeñarlas y cuando ya no quedaba leche en sus ubres, las devolvían de una por una al potrero.



Una baranda muy insegura rodeaba la vieja casa de madera. Yo, como madre, me moría del susto pensando en mi chiquita, que tenía apenas un año y seis meses. Ella apenas empezaba a dar sus primeros pasitos y se tambaleaba como trompo mal tirado. En su búsqueda de aventuras pegaba con todas las paredes y cuanto mueble se topaba.



Desde la casa, como quedaba sobre del corral, podía sentir la presencia de los animales como si estuvieran en la sala o en la cocina. Cuando yo hacía el café, olía más a vaca que a otra cosa. También podía ver las montañas y el volcán Turrialba, que era un verdadero espectáculo. En la noche, cuando no había luna llena, parecía que el cielo se había caído al potrero, por el montón de luciérnagas que brillaban, bailando inquietas. Sentía que se lucían ante los ojos curiosos de mi bebé, que gritaba emocionada y se reía a carcajadas.

Por su trabajo en el campo mi esposo casi nunca estaba. Él se levantaba temprano, traía las vacas, las ordeñaba y las devolvía al potrero, donde también desaparecía en los muchos quehaceres de la finca que cuidábamos, a cambio de casa y un sueldo.



Mi bebé y yo prácticamente vivíamos solitas en la montaña, con la única compañía de las vacas en la mañana. Además, teníamos un perro para el cuido y un gato para ahuyentar a las ratas. Allí todo el mundo tenía un oficio.



Yo estaba muy contenta con mi casita que, a pesar de no ser nuestra, la veía como si así lo fuera. Todo estaba muy lindo, menos esa baranda a la que nunca le tuve confianza. Yo ya había calculado que mi bebé podía pasar perfectamente por entre los barrotes, que estaban muy mal distribuidos e inseguros. Entonces, siempre me aseguraba que mi bebé se mantuviera fuera al corredor, para que no se cayera donde las vacas y me la aplastaran. Con solo pensarlo me quería morir. Mi mamá me decía: - “mujer prevenida vale por dos”. -



Pero llegó ese día tan feo. Nunca voy a perdonar a mi marido por estúpido. Sí, yo sé que suena feo, pero fue una estupidez la que cometió.



Aquel día trajeron las vacas un poco más tarde. Mi bebé ya estaba bañadita y desayunada; jugaba en la sala que era un lugar muy seguro. Yo estaba lavando trastes muy tranquila y desde la pila la podía ver.



Me concentré lavando platos y escuché a mi esposo que entró hablando cosas que yo no entendía. Al parecer había olvidado algo. Entendí que era el sombrero y que se estaba quemando mucho la “coca”, como él le decía a la cabeza.



Yo salí para buscar el sombrero donde tendía la ropa. Mi esposo dejó la puerta abierta y mi bebé, con su caminar de abejita pegando en todo lado, salió sin ningún trabajo. Al entrar de nuevo a la casa sentí una cosa horrible en mi estómago y grité: − ¿Dónde está mi bebé? -



Al darme cuenta que la puerta estaba abierta, corrí hacia allá desesperada, buscándola. Deseaba que al llegar apareciera allí como siempre, riéndose y extendiéndome sus bracitos, pero no, ella no estaba. Me quedé muda, sin poderme mover. De pronto escuché el llanto de mi chiquita. Fueron segundos que parecían horas, no sabía para dónde correr. Estaba desesperada, parecía loca; no, más bien estaba loca.



Cuando me asomé donde estaban las vacas, vi a mi bebe tirada en el piso, llorando, con todas esas patas de vaca a su alrededor. Yo sentí que ya me la destripaban. Bajé las gradas volando; creo que me brinqué a las benditas y cuando llegué a recogerla, me detuve antes de cogerla del piso porque vi que una de las vacas estaba muy cerca de mi bebé, estaba echada al lado de mi niña. Claro, yo no comprendía lo que pasaba, por qué esa vaca estaba tan cerca y hasta movía su cabeza si algún otro animal se acercaba y emitía unos bramidos como de desaprobación, como que no dejaba que las demás vacas pasaran por allí; yo no sabía si recoger a la niña, pues me daba miedo un movimiento involuntario y que la vaca se moviera y destripara a mi bebé.

Pero en el preciso instante que yo, en un acto reflejo estire mis brazos, la vaca bajó su enorme cabeza hacia mi bebé y luego la levantó hacia mí, mirándome a los ojos. En ese preciso momento yo sentí una tranquilidad que no puedo explicar, tuve una visión más clara de lo que estaba aconteciendo. Observé a esa vaca como acurrucando a mi bebé, sentí que la estaba protegiendo; mis ojos se llenaron de lagrimas, no sé si fue del susto o del momento tan especial que estaba teniendo con ese animal, con ese animal que sinceramente nunca antes me había detenido a observar.



Para mí eran maquinas de producir leche y carne, nada más, pero ahora, pensándolo bien, ella seguramente sí me había observado a mí, por su manera de verme a los ojos, como reconociéndome, como reconociendo a mi bebé y como diciéndome que todo estaba bien.



Las demás vacas guardaban su distancia muy calladas; seguramente observando la cara de loca que yo tenía. Lo único que acaté a hacer después de ese momento tan intenso, fue recoger a mi bebé del piso, lleno de boñiga y barro, y tocarla toda para revisarla a ver si estaba completa.



Después de haber tomado a mí bebe en brazos y ver que estaba en perfecto estado y habiéndome calmado, volví mis ojos a la vaca. Por primera vez vi su ternura, su sensibilidad y amor. No sabía cómo agradecer a una vaca por ayudarme en ese momento y lo único que hice fue decir: - “gracias”. -



Desde ese momento se hizo famosa porque mi esposo, testigo mudo del incidente y con un sentimiento de culpa que no lo dejaba en paz, se hizo a la tarea de contarle a todo el pueblo lo que había sucedido. La vaca comenzó a ser famosa; ya los vecinos la veían diferente y hasta algunos la saludaban como a toda una dama.



Nunca la vendimos, se convirtió en nuestra mascota preferida. Hasta la bautizamos con el nombre de Jazmín, por su lindo color blanco y sus ojos de color miel.



Más aún, nos hicimos vegetarianos, nunca más volvimos a comer carne de ningún animal porque, gracias a esa vaquita, aún teníamos a nuestro bebé. De alguna manera sentíamos que era la única forma de agradecerle su gran favor.



¡Gracias Jazmincita, mi vaquita con ojos tan dulces como la miel!