Unos cuentos mas

La Revancha

Mi papá tenía un carro Toyota Land Cruiser viejo, de aquellos en que había que montarse por atrás a través de una puertilla pequeña e incómoda. Me acuerdo que nos metían estrujados, a mis hermanas y hermano (que somos seis), las maletas y la comedera, como ganado en camiones, todos destripados para el matadero. La única diferencia era que no teníamos miedo de ser asesinados para prepararnos en carne, sino que íbamos a pasear.



En aquella época todos estábamos muy pequeños, tal ves entre los 6 y 8 años, por lo menos mi hermano y yo; mis hermanas tenían entre 5 y 10 años más.



Continuamos con nuestro bendito paseo en ese carro que tenía los asientos de frente. No nos quedaba otra cosa que vernos las caras, inventando juegos de todo tipo, para que el camino que se nos hacía interminable pasara un poco más agradable. Esperábamos ansiosos el momento en que decidieran parar a descansar la incomodidad de la postura corporal o a orinar, además de echarse una respiradita, para que nadie cometiera una desgracia dentro del carro.



Recuerdo que llegamos a una casa a visitar unos amigos de mi papá y de mi mamá que hace mucho tiempo no veían. Nos bajamos del carro, ansiosos pero felices, porque estábamos paseando. Me acuerdo que la casa tenía las paredes de color verde agua, un techo de tejas viejas y descoloridas por el invierno, unas ventanas enormes, con sus bordes blancos, un gran corredor lleno de matas de todos los tipos, colores y aromas. Tenía además, una banca de color blanco a la par de la puerta principal, que por cierto también era blanca. Me pareció como mágico el lugar con sus árboles frutales y su lindo jardín.



El dueño, amigo de mi papá, nos recibió muy contento; porque eso sí tenía y conserva mi papá, que todo el mundo lo quiere mucho.



−Pasen adelante, que la Doña tiene café caliente y biscochos frescos. ¡Pasen, pasen! − nos repetía, mientras terminábamos de salir del carro.



− ¡Cuidado con ese perro que puede morder!– advirtió. Era un perro negro y flaco con ojos de odio contra los visitantes que llegábamos a invadir su territorio. Muy callado, no se movía. Siempre estaba debajo de la banca de color blanco, como escondido. Lo miré y, de acuerdo con mi estatura, era un perro gigante. En realidad ahora pienso que no era tan grande.



Transcurrió el día normal. Comimos, jugamos, nos reímos todo el día. Me parecía un paseo muy bonito… hasta ese momento.



Era como media tarde cuando oímos un grito. Corrimos hacia allá y mi papá estaba casi pateando al perro de ojos de odio. Todo parecía como una escena de una mala película de terror. El perro salió corriendo, ocultándose debajo de la bendita banca de color blanco. Mi mamá lloraba y tenía un hilo de sangre que le bajaba por la pierna, exactamente debajo del glúteo izquierdo.



Nos quedamos petrificados al ver como corría la sangre por su pierna. Mi papá ahora tenía los ojos como el perro... de odio. Se llevaron a mi mamá adentro de la casa y también a nosotros, para protegernos del perro demoníaco. La acostaron en una cama y empezó el proceso de curación con medicinas caseras.



En medio del alboroto, observé como mi papá salió hacia el árbol de limón ácido que estaba frente de la casa. Lo extraño fue que no cogió un limón como normalmente lo haría, sino que buscó entre las ramas más altas un limón muy verde, el más verde que encontró; lo cortó por la mitad (horizontalmente), dejando la parte superior pegada al palo y con la otra mitad en mano se dirigió hacia la casa. En el camino se topó de frente al perro. Se miraron a los ojos como adversarios, cada uno protegiendo lo suyo, pero mi papá tenía en los ojos ese odio de revancha. El perro sostuvo por unos instantes su mirada pero el peso era demasiado para el animal, el cual bajó la cabeza sumiso, tal vez arrepentido. Pero ya era demasiado tarde.



De regreso en la habitación mi papá dijo: −Le voy a echar este limón, que es desinfectante.

Nadie opuso resistencia, ni preguntó dónde estaba la otra mitad. Y agregó: − ¡vamos mejor, para vendarla! Así lo hicimos.



Nos volvimos a montar uno a uno en el carro, pensativos por lo sucedido, mientras el dueño de la casa, muy apenado por el perro, no sabía qué hacer. Deseaba que aquello no hubiera sucedido.



Nos devolvimos a la casa. Tanto mi papá como nosotros, pasamos el resto del día muy callados. Mi mamá igual, con dolor, pero bien.



Pasaron como cuatro días y el señor de la casa verde llamó a mi familia para preguntar por la salud de mi madre. En aquella ocasión, le contó a mi papá que el perro, después de aquella mordida, no volvió a comer y estaba en muy mal estado. Mi papá no dijo nada, ni se sorprendió, como si estuviera esperando algo.



Mi mamá se recuperó y hasta se nos olvidó el incidente, pero a papi no. Lo notábamos extraño, ansioso, pensativo a ratos, como preocupado. Nos contaba repetidas veces que un indígena de Talamanca (donde viven algunos indígenas de nuestros país), le había enseñado unas cuantas cosas que él realmente no creía mucho. Se quedaba viendo hacia la calle metido en sus pensamientos y luego, de pronto, volvía en sí con su inquietud. Continuó así unos días más hasta que no pudo resistir; cogiendo el teléfono y muy nervioso, llamó al señor de la casa verde con la banca de color blanco con el pretexto de solamente saludar, pero su intención era otra... averiguar por la salud del animal endemoniado.

El perro la noche anterior había muerto, mi papa colgó el teléfono cerró los ojos y lentamente tomó una respiración muy profunda, al exhalar movió su cabeza en forma de afirmación lenta pero segura, comprobándose a sí mismo, y con voz ronca de incredulidad dijo: - Funcionó. -


Amores que matan



Ya tenían como diez años de casados. Se veían como “una pareja normal”, de vez en cuando amor, solo de vez en cuando, guerra. Todo el pueblo sabía que ninguno de los dos era una angelical criatura.



Hubo un momento en que el amor les llenó el corazón y no podían vivir el uno sin el otro, como lapas, buscándose todo el día. Pero la magia desapareció en poco tiempo; dos años después ya no se buscaban como al principio. Adán buscaba refugio en otros brazos y a Rita se le amargaba el corazón.



La gota que derramó el vaso fue una ocasión en que Rita salió a tender las sábanas. Sucedió mientras estaba concentrada en extender la sábana blanca, tratando de no ensuciarla en el suelo, haciendo magia con su pequeño cuerpo y sus diminutos brazos. De pronto, en una de esas volteretas, levantó su mirada solo para toparse con la verdad amarga y cruel, esa verdad que ella siempre supo pero quiso ocultar, fingiendo que todo estaba bien con sus amigos y familiares, esa verdad que todos sabían y que se comentaba entre lavaderos y cafés.



Sí, Adán perecía un niño devorando un helado en uno de esos días calurosos de verano, pero se comía a la joven vecina entre besos y caricias. Rita sintió que se desmayaba, se le aflojaron las piernas, se le revolvió el estomago, se paralizó, no pudo decir nada para agarrarlo infraganti... Se quería morir.



Corrió a su casa y apenas pudo llegar al baño. Vomitó dos horas seguidas, mientras volvían a su mente esas imágenes amargas como tortura y vomitaba otra vez. Después de todo ese tiempo, Rita no tenía fuerzas; se sentía desvalida, abandonada, traicionada, maltratada, no reaccionaba, parecía estar en estado catatónico. Sin saber qué hacer, pensaba en las muchas veces que le había reclamado a Adán sin pruebas.



Ella nunca creyó, en el fondo de su corazón, que fuera cierto. Se engañaba todo el tiempo justificándose por sus celos falsos. Le creía a Adán cuando le decía que ella sobreactuaba y que él era incapaz de algo semejante; siempre lo perdonaba, pensando que su esposo todavía la quería porque de vez en cuando le llevaba flores y la acompañaba a misa. ¡Pobre Rita, qué poco se valoraba!



No se sabe como Rita se levantó del hueco en donde estaba llorando. Preparó la comida como siempre, solo que su mirada estaba perdida, parecía un robot, ya no sentía nada, su corazón se había hecho de piedra.



Adán notó algún cambio, pero pensaba que la actitud extraña de su mujer se debía a “cosas de mujeres”. Así pasó el tiempo y Adán, en su afán de macho, le pedía a Rita que cumpliera como mujer en su casa y en su cama. Ella eso sí no pudo y, con una larga y otra corta, ya tenían unos doce meses de no tocarse. A Adán poco le importaba pues se desahogaba con las vecinas y cuanta mujer le salía.

Nadie sabía por qué no terminaban con ese infierno. Se decía que era solo para guardar las apariencias, pero podían más las habladurías que ellos. ¡Qué ridículo! todo el mundo sabía lo que pasaba, pero la negación de ambos en presentar a la sociedad su hogar perfecto no los dejaba liberarse de esa tortura.



Un día Adán se fijó que Rita salió para la pulpería maquillada, algo que nunca hacía porque él no se lo permitía. Quiso reclamarle pero ella siempre salió y no tardó veinte minutos como siempre, si no que esta vez duró dos horas.



Adán estaba desesperado, no sabía qué hacer, si esperar o ir a buscarla. En eso Rita llegó a la casa como si nada hubiese pasado, solo que en su rostro había algo diferente. Adán la vio y quiso estrangularla; le gritó, la sacudió, quebró cosas y Rita ni se movió. Adán salió como una fiera enjaulada, la persona que se le atravesara, se moría.



Así continuaron los siguientes siete años en la casa, un infierno. Afuera parecían una pareja normal; cuando salían juntos jugaban tan bien su papel que ponían en duda los rumores más fundamentados. Se acostumbraron a sus infidelidades, Adán sin pruebas y Rita con odio.



Rita nunca encontró amor en sus amantes; solo lo hacía por castigarse y castigarlo. Cada vez que estaba con uno de ellos se imaginaba a Adán con aquella mujer y solo eso le bastaba para aferrarse a los brazos de su pasajero amor.



Así vivieron por mucho tiempo, fingiendo que vivían una vida feliz y justa. En la casa, Rita cumplía con sus obligaciones mientras que Adán cumplía su parte de hombre proveedor de la familia. Pero nunca concibieron un niño, al principio porque no andaba bien la situación económica y después de ese día fatídico para Rita, porque nunca volvió a tocar a su marido.



Pero un día sucedió lo predecible, Rita dejó de salir a sus encuentros porque se sentía muy deprimida. Estuvo en su casa quince días sin salir, tirada en la cama. Por supuesto que Adán pensaba que eso era “cosa de mujeres”, ya que no era la primera vez que veía a Rita así.



Otro día tocaron el timbre. Rita, extrañada, se levantó de su cama y se peinó con la mano. Al abrir la puerta se encontró con un viejo amigo de Adán que andaba de visita por la ciudad. Al verlo, Rita casi se desmaya. Era un hombre alto de facciones masculinas, trigueño, con sus ojos grandes y vivaces, con un cuerpo escultural que parecía una obra de arte, con una cabellera bien abundante y bien acomodada, como decir, la antítesis de Adán, ya que este era bajito, gruesito y sin pelo.



- Hola Rita, ¿cómo estás? – le dijo tomándola y abrazándola.

−Pues bien, qué bueno verte. Perdón por mi ropa, pero no esperaba a nadie− repetía Rita, acomodándose el pelo a como pudiera.

−No te preocupés Rita, vos siempre te ves linda. – galanteó él

−Pero, pasá por favor. - dijo Rita muy atenta.

−No gracias, vine solo a saludar. ¿Cuándo está Adán para venir a verlo?- aclaró el hombre fornido en la puerta.

−Hoy en la noche. ¿Por qué no venís a cenar con nosotros? – invitó ella

−Muy bien, hasta la noche, entonces− dijo el hombre.

Rita cerró la puerta muy nerviosa. Ese hombre, de un metro noventa centímetros de estatura y cuerpo escultural, la había puesto a pensar.



Se bañó, se fue al mercado y después preparó una cena exquisita. Cuando regresó Adán, ella le comunicó que su viejo amigo Franco vendría a cenar. Adán, acostumbrado al teatro, no puso objeción. Rita, por su parte, se puso lo mejor que encontró, se maquilló, se peinó y hasta se pintó las uñas de las manos y los pies. Quería estar bella esa noche.



Alrededor de las ocho de la noche apareció Franco con su espectacular figura, bien aplanchado y perfumado. Parecía como que telepáticamente sabía lo que pasaba por la mente de Rita.



Pasaron la velada entre risas e historias falsas y una que otra mirada indiscreta. Una rozadita de piel, sin querer, hacía que todo se volviera aun más excitante. Y, al despedirse, Franco le dio un beso a Rita muy cerquita de la boca y le tiró otro desde su auto cuando Adán se dio la vuelta.



Al día siguiente, Franco la llamó y quedaron de verse. Así empezó un romance bañado de pasión y lujuria. En cada encuentro se comían a besos; sus brazos no daban abasto para tocar y agarrar todo lo que pudieran… eran insaciables. No podían estar juntos sin quererse devorar; hasta por teléfono la excitación era tal, que Rita dejaba todo tirado para ese encuentro, cualquier pretexto estaba bien. Ella nunca había sentido esa pasión por nadie, ni con Adán en su época de enamoramiento estúpido.

Adán sospechaba cada día más, ya que había que ser idiota para no darse cuenta que Rita estaba diferente. Ella cantaba en el baño, se reía más seguido y no le reclamaba a Adán por absolutamente nada, ni por dinero, que era de lo único que hablaban últimamente. Rita estaba enamorada y Adán ya empezaba a preocuparse, como si tuviera algo que perder. Pobre Adán… ¡qué tonto! Ya todo estaba perdido, desde hacía mucho tiempo.



Adán era machista por naturaleza, los hombres podían ser infieles pero las mujeres no, su madre le había metido en su cabeza desde muy pequeño que la mujeres de la casa son como la Virgen María, intocables para muchas cosas y, por supuesto, las mujeres tenían que aguantar, por promesa en el altar ante Dios, todo lo que el marido le hacía, amarlo y respetarlo aunque los hombres anduvieran con otras, porque así son los hombres y punto; infieles por naturaleza.



Por eso mismo Adán no podía tolerar jamás en su ego de hombre macho, absoluto dueño de su mujer y su hogar, una traición de este tipo, ya que Rita estaba poniendo en duda su posición de macho, y eso era algo que no podía aceptar.



Una noche de depresivos pensamientos, Adán decidió ir a embriagarse a un bar, con tan mala suerte que se encontró con su viejo amigo Franco. Se saludaron como nunca y se odiaron como siempre. Franco, que ya estaba muy enamorado de Rita, después de unos cuantos tragos, empezó a hablar mal de las mujeres infieles. No era malo lo que hacía, era más bien cruel. Claro que lo hacía para que su camino se le hiciera más sencillo. Adán se consumía de rabia y tragaba el aguardiente como si fueran piedras, hasta que se animó a hablar. Pero antes, tomó su vaso y se lo llevó a la boca con ira.

- Creo que Rita me es infiel − dijo Adán secamente.



Franco, que esperaba ese momento para echar más carbón al fuego, siendo más egoísta que compasivo, terminó por envenenar el alma de Adán diciéndole que él, con una mujer así, la mataría por mentirosa. Lo que quería Franco era que Adán se separara de Rita de una vez por todas, pero a Adán eso era lo único que no le pasaba por la mente.



Después de eso, las cosas se complicaron más; Adán controlaba a Rita para todo, no la dejaba ni respirar. Sin embargo, Rita siempre se las ingeniaba, de una u otra manera, para meterse con su nuevo amante a cualquier motel que estuviera cerca.



Pero un día, cansada de todo y a pesar del placer que ese hombre le daba, decidió dejar de ver a Franco durante un tiempo. Eso no fue fácil, cada día se le hacía más difícil. Franco se negaba rotundamente; la llamaba, la acosaba… de todo hizo. Pero, a pesar de su encanto, Rita no cedía.



Al cabo de unos meses Adán se olvidó de todo aquello, ya que Rita volvió a su papel de mujer sumisa y volvieron a su acostumbrada vida de amor y guerra.



Franco no perdía la esperanza. Un día esperó a que Adán saliera para su trabajo; eran las siete con treinta minutos de la mañana. Se escondió en las afueras del jardín y vio como Adán sacaba su carro para ir a trabajar, como usualmente lo hacía; esperó que diera la vuelta a la esquina y, como gato en celo, se metió a la casa por una ventana que daba a la cocina, cayendo en los brazos de Rita. Sin decirse nada comenzó la lucha, pero la lucha de besos y caricias hasta que fueron a dar al lecho sagrado, la cama de Adán. Rita, aunque no era nada fiel, nunca pensó ni soñó siquiera en hacerlo ahí.



En lo que menos pensaron ese par de tórtolos, en ese momento fue eso: en el sagrado lecho donde alguna vez hubo amor. Solo pensaban en hacerse una sola carne, lo más pronto posible. Estaban tan ocupados en acicalarse uno al otro que no escucharon el carro de Adán que entraba en la cochera, como, tampoco, cuando abrió la puerta del cuarto.



Adán había olvidado su billetera en la mesita de noche, junto a su cama. Al ver aquel cuadro de piernas y brazos sin dueño, sus ojos se desorbitaron. Solo pensó en matar o morir, Ni siquiera habló, se devolvió a la cocina como gato silencioso que aguarda su presa y tomó un revólver que guardaba muy bien en las gavetas superiores de un mueble viejo.



Arma en mano, subió las escaleras y, viendo otra vez la escena, gritó al cielo mientras apuntaba a los dos con el arma… Todo quedó en silencio. Adán no escuchó los gritos de Rita ni las súplicas de Franco, tampoco cuando disparó a los infortunados amantes. Solo vio la sangre de Rita cuando sintió el calor en sus pies, bañados de sangre.



Bajó su cabeza, se agachó despacio y delicadamente tomó a su mujer en brazos, con un llanto conmovedor, mientras le acariciaba el rostro y le preguntaba dulcemente por qué motivo se habían maltratado tanto, por qué no habían terminado con la farsa desde antes. Si lo hubieran hecho nada de esto hubiera pasado.



Adán vio a Franco tirado en el piso, herido de muerte. Luego miró a su mujer por última vez y, empuñando de nuevo su arma, se dio un tiro en la cabeza.



Cuando llegaron los policías, vieron los tres cadáveres ensangrentados en el piso del cuarto, dos cuerpos desnudos y un tercero cerca de la mujer que yacía entre sus brazos. En un instante y sin mucha investigación supieron lo que había pasado, era más que evidente. Nadie dijo nada, solo un policía que en forma de broma dijo: − Estos son los amores que matan. -


Manuelón




Llegaron a este pueblo después de mucho andar buscando rumbo. Quisieron echar sus raíces aquí, como las de un almendro grande y frondoso.



Pusieron un negocito para hacer una platilla y a la hija mayor a trabajar en él. Era una muchachita de apenas diecisiete años, casi entrando a los dieciocho, un ser diferente al resto. Su cabellera lacia y negra le llegaba hasta la cintura, contrastaba con su piel blanca como la nieve. Era como una flor extraña pero bella.



Ella se quedaba en el negocio de domingo a domingo, con su padre, atendiendo a la poca clientela, ya que el pueblo era pequeño. La mayoría de los clientes eran varones, debido a que la popularidad de la muchacha había crecido.



Un domingo, cuando caía la tarde con su velo de colores rojizos bañando las copas de los árboles y los pajaritos la adornaban con sus bellos cantos, se detuvo frente al negocio un jinete con un caballo tan hermoso, que robaba la mirada de todo el pueblo.



La joven ni siquiera se fijó en el muchacho, su atención estaba puesta en el caballo de color cobrizo brillante, con su cola larga y negra que arrastraba por el piso, su hermosa melena con el pelo muy bien peinado y sus patas tan largas que parecía irreal. El caballo era perfecto. Todos se quedaron quietos, hipnotizados viendo al hermoso animal.

Salieron del hechizo cuando el jinete entró al negocio saludando muy amable. Mientras preguntaba por las cajetas de coco que vendían en el lugar, la muchacha contestó el saludo. El jinete tuvo la misma reacción que habían tenido todos ante el caballo, pero con ella.



Miró su cabello largo y esa cara blanca como motita de algodón. El se enamoró de esa cabellera y ella estaba vuelta loca por su caballo.



Al jinete, que estaba acostumbrado a las mujeres, no le costó mucho conquistar a la muchacha y así comenzó un noviazgo muy bonito.



Muy seguido montaban a Manuelón, nombre que el jinete le había puesto a su caballo en honor a un amigo suyo del mismo nombre y quien se lo había vendido poco tiempo antes de morir. Iban a las ferias, comían manzanas dulces y, sin importarles sus dientes pegados por el dulce, se daban unos besos que derretían cualquier cosa.



Llegó el momento en que decidieron casarse. Era un hermoso día de verano. Ella se veía bella con su vestido de novia y él ya estaba en la iglesia, esperándola en el altar.



La fiesta de la boda fue sencilla pero muy alegre, entre familiares y amigos, hubo mucha comida y licor, todos se sentían muy felices por la unión, el amor estaba en el aire; se sentía con solo respirar.



Antes de terminar, la fiesta los novios desaparecieron de la multitud en una complicidad absoluta, rumbo a su tan esperado momento la luna de miel.

Pasado el momento mágico del amor consumado en la luna de miel, llegó la mañana con cantos de gallo madrugador. Ella salió al patio de su nueva casita a respirar el aire fresco de la mañana mientras miraba distraída el horizonte con bellos colores, que la hicieron suspirar y con un gesto inconsciente de acercarse la taza de café a su boca se acordó de Manuelón, e inmediatamente comenzó a buscarlo preocupada, ya que siempre lo dejaban cerca de ellos por si algo lo atacaba, poder salir en su ayuda.



Mientras repasaba el potrero escuchó una voz que la llamaba y acató el llamado, preguntando por el caballo. El jinete que venía caminando hacia ella , muy serio, respondió: – Lo vendí para poder hacer la fiesta de nuestra boda. -



La joven mujer sintió como una gota de agua fría por la espalda; estaba muy decepcionada, amaba a ese caballo. Sintió que su primera desilusión, de muchas por venir, estaba marcada por ese caballo. No sabía si era por el caballo en sí o por la exclusión de la decisión de vender el mismo, que se sintió tan mal, pero de una cosa si estaba segura y no solo en ese momento pasó por su mente, sino muchas veces mas durante su vida, con un poco de rencor en su mirada murmuraba: − ¡Por culpa de ese caballo me casé yo! -