La liberación

La liberación




Por su hablar poético, su voz me parecía una canción lindísima. Cuando comenzaba a hablar, mi mente proyectaba cada imagen como si fuera una película, más bien, me trasladaba al lugar de los hechos como testigo muda de sus vivencias, como fantasma invisible, sintiendo el miedo, las alegrías, el desconsuelo; oliendo la tierra mojada y soñando bajo el cielo azul, lleno de nubes con formas de los más increíbles animales. Eso siempre me sucedía cuando ella, con su mirada dulce y su hablar pausado me transportaba a otro momento.



Cada vez que recuerdo esa historia me da la misma sensación y mi mente se pone inquieta, logrando retroceder en el tiempo.



−Ah… muchacha... Si yo te contara… - A mí no me asustan esas cosas feas que dan en la “tele” porque yo todo eso lo he vivido− me dijo un día, comenzando así su relato.



De esto sí puedo dar fe porque yo lo viví… Sí, lo viví con mi hermano. Fue una historia que, si no hubiéramos estado allí, ni nosotros mismos la creeríamos.



Yo soy una persona de campo. Allá, muy lejos de la Habana, todo era muy difícil, Imagínate que teníamos escuela solo cuando los caminos le permitían llegar a la maestra, que, a caballo, venía a cumplir con su misión. Pero era lindo.

Yo me acostaba bajo unas matas de plátano a soñar. Hasta podía transportarme en el tiempo a aventuras sin fin, en pensamientos bellos de lindos colores y ahora creo que hasta veía el futuro. Pero muchacha, te tengo que contar lo que nos pasó. Eso sí, yo puedo dar fe porque estuve allí.



Todo comenzó cuando los vecinos decidieron hacerle una casita a la maestra para que no tuviera que viajar tanto. Así se podía quedar por una larga temporada para que pudiera darnos las clases más seguido. La gente le ayudaba dándole comida y todo lo que se pudiera, para que se le hiciera más agradable su estadía.



Un día, estando ella en su casa, se le metió un clavo con herrumbre en el pie. A como pudo fue al único lugar que tenía algunas vacunas para emergencias y otras cosillas que el médico dejaba en sus visitas esporádicas. Iba a que le pusieran la inyección del tétano pero su destino estaba escrito. La pobre maestra estaba con mala suerte; la inyectaron y se dieron cuenta que la vacuna estaba mala.



Comenzó la fiebre, los gritos, las curas caseras. El médico brilló por su ausencia; el pueblo estaba consternado por la impotencia y, sin mucho por hacer, la maestra murió.



Al principio el impacto nos dejó muy sorprendidos y asustados, pero, bueno, la vida continuó y nosotros con ella.



Un día en mi casa se acabó el café y en aquel ir y venir, mandaron a mi hermano Ramón a traer el bendito café. Pues bien, mi hermano, de escasos ocho años, se dirigió hacia el lugar de ventas sin ningún problema.



Pasaron las horas y Ramón no venía. Ya mis padres, muy asustados por la tardanza, se fueron a buscarlo. Lo encontraron tirado, hirviendo en fiebre, frente a la casa de la difunta maestra. Inmediatamente lo llevaron a la casa y empezó la curación, pero no había manera que mi hermano se compusiera; seguía enfermo. Todos corrían, le hicieron de todo y nada. Estábamos muy asustados, casi seguros que Ramón se moría.



Habían pasado quince días y nada, siempre la misma fiebre. Faltaban aún como siete días para la visita mensual del doctor, pero no confiábamos en esa fecha porque muchas veces se convertía en bimestral.



Todos los remedios caseros que pudiéramos imaginar se los dieron a Ramón. Ni mi mamá sabía que existían tantos. Creo que hasta sangre de culebra le dieron un día. Yo pensaba que si Ramón no se moría de la fiebre, al rato se podía morir de tanta cosa que le habían metido y puesto.



Papá tenía un trabajador que nunca creía en nada, ni siquiera en Dios, pienso yo. Pero ese mismo mulato fue el que dijo: - “¿No será que ese niño está como poseído por el alma de la maestra? Sería bueno traer un brujo”. -



Y, bueno, como ya se habían agotado todos los otros remedios y dentro de la desesperación del asunto, llamaron a un brujo que, con solo verlo, comprobó la teoría del mulato e inmediatamente, convocando a una reunión de brujos y chamanes, empezó la “limpia”, como ellos le decían. Mi mamá era muy incrédula y le repetía a mi papá que eso no estaba bien, pero como no había otro remedio, siempre lo hicieron.



Convocaron la reunión como de urgencia y no sabemos como toda esa gente se enteró tan rápido; imagínate sin teléfonos como ahora, sin nada más que la lengua para comunicar, no sabemos cómo, pero a los dos días comenzaron a llegar brujos y brujas de todo tipo, curanderos y curanderas que no sabíamos existían, con sus vestimentas exóticas, que al verlos, era casi inconfundible relacionarles con su poder curativo.



Yo, que Dios no sé por qué me hizo tan curiosa, no podía dejar de ver aquel espectáculo tan impresionante de colores y formas nunca antes visto. Mi madre, a pesar de no descuidar un instante a mi hermano, se las arreglaba con las vecinas para mantener siempre con café y algo de comer a nuestros tan especiales invitados, por supuesto que en una circunstancia como esta todos tenemos que trabajar, así que yo era la repartidora exclusiva de tan magno evento, eso me permitía ver de cerca tan exquisita indumentaria que, por supuesto, toda era hecha a mano, unas varaderas bellezas: collares de calaveras pequeñas, piedras cristalinas de todos los colores les guindaban en todo su cuerpo, absolutamente impresionante.



Como al atardecer del segundo día, ya comprobado que todo el mundo había llegado, comenzó la organización de la reunión y, por supuesto, a mí no me dejaron estar presente. Pero yo tenía una hendijita en el cuarto, que daba donde estaban todos reunidos y de vez en cuando, podía ver lo que estaban haciendo. No me lo podía perder, por más que mi mamá me advirtió que me mantuviera lejos, porque no quería que otro espíritu suelto se me metiera, decía ella, pero a pesar del peligro inminente, no lo podía evitar, tenía que ver.



Asomé mis ojos a la rendija con cuidado, no quería que nadie notara que yo estaba allí, sostuve las manos sudorosas contra la pared de madera y sentía que se me resbalaban, pero a pesar de eso no podía dejar de mirar, creo que no parpadeaba, abría los ojos cada vez más para poder ver mejor todo, y de un momento a otro, vi cómo se reunían en círculo alrededor de mi hermano; cada uno con sus singulares distintivos de protección y de liberación de espíritus. Había personas vestidas de blanco, con plumas y báculos; también observé uno con una máscara bastante fea; era como una combinación de tigre con buey, porque tenía cachos y cara de gato, con un color oscuro que me asustó mucho. Creo que soñé con esa máscara como dos meses. ¡Qué horror!



En todo ese grupo solo había anciana, una mujer de las más ancianas que recuerdo haber visto; su cuerpo tullido por los años. Sus manos, extremadamente flacas, sostenían un báculo con la punta de cristal; tenía un vestido color morado y una cara de espanto, que cualquiera pensaría era la mismita muerte.



Empezó el ritual mágico lleno de canciones que me helaban la sangre, de humo e invocaciones. Al cabo de un tiempo, que a mí se me hizo rápido y a la vez eterno, mi hermano comenzó a gritar horrible y decía cosas espantosas. Tenía otra voz… No era él.



Se movía de una manera nunca antes vista y maldecía a todos los que estaban allí, en especial a la mujer de morado, él le gritaba cosas espantosas y yo casi me como los dedos de la angustia.



Ella era como la más poderosa del grupo y le repetía a mi hermano cosas en lenguas que nunca sabré que significan, solo recuerdo lo último que decía, con una voz quebrada y ronca por los años y el tabaco, gritó fuerte y sin temor, con una fuerza que nunca hubiera imaginado pudiera salir de ese cuerpecito delgado: “- abandona este cuerpo que no es tuyo y vuelve donde perteneces” - seguida por sus colaboradores con alabanzas y gritos de aprobación a lo dicho.



Los brujos siguieron sin parar, a pesar de todo ese espectáculo. Después de un rato, observé como todo se iba calmando poco a poco. Ellos se veían agotados, como ocurre en esas peleas de gallos en que solo se ven plumas, sangre, picotazos y, al final, los dos gallos quedan sin fuerzas y algunos hasta mueren. Exactamente así se veían, con sus miradas apacibles pero inquietas. No sé cuánto tiempo fue, pero sé que empezaron temprano por la noche y terminaron al amanecer. Yo estaba como hipnotizada por todo aquello.



Cuando salieron todos esos personajes de la casa, Ramón ya no tenía fiebre; había vuelto en sí, como si nada le hubiese sucedido. Se quedó acostado, se veía cansado. Saludó a todos con un - “bueno días, mamá, tengo hambre” - Al parecer no recordaba nada, era solo un mal sueño.



Pero el resto de nosotros nunca lo olvidaría, no como un sueño malo, sino más bien como un momento lleno de magia y fantasía, comprobándonos que todo en este mundo es posible. Siempre tendremos en nuestra mente la gran pregunta de la que seguro nunca obtendremos la respuesta. Bueno, a menos que nos topemos a la maestra en el otro lado.



¿Qué quería la maestra… y, porqué Ramón?