La jugarreta del destino

La jugarreta del destino




No cabían en la casa que el “Gran Papá”   a duras penas había construido hacía muchos años, cuando se casó.

Fue seguro por la costumbre o la falta de dinero que la casa nunca mejoró. Pero sí parecía un hotel, con trece hijos no era para menos. La mayor, Teresita, con veinticuatro años y sin vísperas de noviazgos, se había convertido en la mano derecha de la “Gran Mamá”.



− ¡Pobre Tere, por estar ayudándome nunca se va a casar!− decía la “ Gran Mamá” y lo repetía como canción de río, apacible pero constante.



Y así seguía la marimba de niños hasta llegar al más pequeño quien, con apenas tres años, ya empezaba a darle dolores de cabeza a todos. Este niño que, por haber nacido de seis meses y con pocas expectativas de vida, se hizo muy conocido en el pueblo y, por supuesto, se convirtió en el consentido de la familia.



Pero ahí no se detiene la comitiva de gente que vivía en la casa. También habitaba en ella una hermana de la “Gran Mamá”, quien no tenía donde meterse con sus tres hijos después de su divorcio.

Y, bueno, como se dice que “donde caben quince, caben cuatro más”, vivieron con esa enorme familia muchos años, hasta aquel día, que fue el más maravilloso de todos y también el más triste.



La “Gran Mamá” había acomodado a los más chiquitos en camarotes en un solo cuarto y los varones de cierta edad, como decía ella, pasaban a otra pequeña estancia, también con camarotes. Las mujeres mayores dormían en un lugar que el “Gran Papá” llamaba “el palomar”, por ser un espacio improvisado entre un techo muy alto y el cielo raso. Éste se había hecho con el fin de hacer un piso en la parte de arriba, pero lo más que se logró fue eso, “el palomar”. Y además era un excelente nombre, porque el ronroneo de las muchachas, que hablaban muy bajito de sus aventuras románticas para no ser escuchadas, parecía el de palomas de verdad, con su murmullo imparable.



Eso sucedía todas las noches hasta que un alma en pena con ganas de dormir se quejara. Era cuando la “Gran Mamá” pegaba un grito, como de pava real, aturdiendo y apaciguando a todo ser vivo. Entonces llegaba poco a poco la pequeña muerte, que duraba solo unos minutos para algunos y horas para otros, ya que al amanecer resucitaban todos como gallinas asustadas, con gritos, llantos y risas.



Ese día no tenía nada especial, era un domingo como cualquier otro. A la hora del desayuno se repartían huevos, panes con mantequilla y café por docena. En un instante de silencio, cuando todos comían, el “Gran Papá” dijo: − Si hoy me pego la lotería, quemamos la casa y nos hacemos una muy linda.

Todos se pusieron muy contentos, pero no pasó a más porque el Gran Papá siempre decía lo mismo todos los domingos. Y bueno, era ya parte del desayuno.



Llegó el lunes, como siempre, sin saludar y con los quehaceres en la mano desde muy temprano. Al desayuno, el “Gran Papá” preguntó: − ¿Alguien sabe cuál fue el número premiado de la lotería?



Y ese alguien contestó: − El 28, creo. -



El “Gran Papá” se quedó muy serio. Dejó su café en la mesa para dirigirse muy despacio hacia el cuarto abrió el cajón del viejo ropero y sacó los billetes de lotería. Se quedó incrédulo viendo el bendito número. ¡El 28 saltó a la vista como si fuera a explotar del billete!



El viejo se quedó tranquilo pero emocionado. Como no estaba seguro, no dijo nada a los chiquillos ni hizo aspaviento alguno; pero salió muy rapidito en su camión.



Al cabo de un rato llegó muy feliz, pegaba gritos de contento. Entró a la casa con un ramo de rosas que traía en sus manos para la “Gran Mamá” y le gritaba: − ¡Nos pegamos la lotería! ¡Nos pegamos la lotería! -



A la “Gran Mamá” casi le da un infarto y todos los chiquillos pegaban gritos de alegría. Todo fue como un carnaval: gritos, risas y hasta llantos.

El billete de lotería estaba en la vieja chaqueta del “Gran Papá”, ya que por ser una gran cantidad de dinero, el banco del pueblo no la tenía. Había que hacer un viaje a la capital donde el “Gran Papá” soñaba con comprarse una casa hermosa, un auto nuevo y mucha ropa para los chiquillos. Esa misma tarde partirían hacia allá, rumbo a la felicidad, pero primero, el “Gran Papá” tenía que cumplir su promesa de quemar la casa con todo lo que había adentro.



Trajeron la gasolina y, como si fuera agua bendita, rociaron toda la casa. Luego, sin pensarlo dos veces y asegurándose nada más de que todas las 19 personas que vivían allí estuvieran afuera, iniciaron el espectáculo de ver su casa en llamas. La “Gran Mamá” tuvo el honor de encender el primer fósforo. La casa ardió con todo dentro, como si fuera de papel. Todos observaban cómo sus buenos y malos recuerdos se quemaban con la casa.



Estaban como hipnotizados viendo el fuego cuando alguien preguntó: − ¿Tienen el billete de lotería, verdad? -



El Gran Papá se tocó las bolsas y preguntó por su chaqueta. Se puso pálido...



− La chaqueta está en el cuarto… ¡en llamas! − dijo la “Gran Mamá”, viendo el fuego y con la voz más triste que jamás habían escuchado. De inmediato perdió el conocimiento y quedó tirada en el piso, con los chiquillos llorando a su alrededor.



El Gran Papá, desesperado, trató de entrar a la casa pero era demasiado tarde. El fuego devoraba la casa con el billete de lotería dentro, como lobo hambriento, sin misericordia por su presa.